Muchos (menos de los que deberían) se escandalizaron hace unos meses cuando salió a la luz la noticia publicada en El País titulada “África está en venta”. En dicho texto se hablaba de cómo diversas multinacionales explotaban los recursos naturales de un continente enfermo, de cómo a pocos metros de terrenos cercados propiedad de empresas extranjeras morían personas de hambre, incapaces de acceder a lo que, por la mera lógica de que todo ser humano debería tener acceso a los recursos junto a los que vive, les pertenecía.
No se trata de una novedad el hecho de que la naturaleza se ha convertido en una mercancía más de la lógica capitalista. De hecho se trata de una realidad que Marx definió hace ya más de un siglo mencionando que “la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en una cosa puramente útil, cesa de reconocerle como poder en sí; incluso el conocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece sólo como artimañana para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto de consumo o como medio de producción”. Quizás este célebre pensador que (al margen de sus ideas políticas que pueden ser o no aceptadas), inició una nueva línea de comprensión de las relaciones sociales humanas, olvidó que no todos los entes que transitan a dos patas por este planeta tienen la disposición de someter la Naturaleza. Tardaríamos años en comprender que muchos ni siquiera tienen acceso a los medios básicos para su superviviencia.
No es simple o complejamente un problema ecológico. Es en realidad un problema de raíces más profundas, cimentada en el egoísmo y la ignorancia de una minoría mundial que ha entendido la superabundancia de objetos inútiles como la única forma viable de existencia. Es un mal de las relaciones internacionales que no tiene por protagonistas a naciones concretas, sino que divide el mundo en dos tipos de seres humanos: los que viven de una forma no sostenible a largo plazo en la que el acceso necesario a los medios básicos de subsistencia no es un problema y por otra parte, los que viven sumidos en la miseria porque sus recursos son propiedad de los primeros.
Se trata de una red compleja en la que entran intereses que no son accesibles para el ciudadano de a pie, pero en la que este tiene mucho que decir. Se estructura de esta manera una responsabilidad compleja, en la que no tener acceso a los medios para provocar un cambio no es sinónimo de ser inocentes. Los ciudadanos de los países desarrollados, como bien ejemplificaron los estudios de investigadores alemanes y canadienses sobre la “huella ecológica”, utilizan para su abastecimiento territorios muchos mayores a los que comprenden sus fronteras (los ciudadanos de los Países Bajos, por ejemplo, consumen cada año recursos que territorialmente suponen el triple de su espacio real). No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el territorio no es infinito, no se multiplica. Si unos usan más de lo que tienen acceso, otros habrán de consumir menos, porque la naturaleza es limitada. Es así como, mientras que un estadounidense medio consume 9,5 hectáreas de terreno anualmente, un africano sólo tiene acceso a la mitad de una hectárea para su supervivencia, a pesar de que el continente en el que habita es una de las principales fuentes de recursos mundiales. El esquema es simple y aterrador: existen medios para todos, pero parece más adecuado que sólo los posean algunos. Que esa minoría pueda comer por gula, viajar por placer, derrochar agua, luz... que pueda, impunemente, explotar el planeta. Que esa minoría se aterrorice por una horrible “crisis mundial” que se ha buscado ella solita porque el crecimiento desenfrenado del capital ya no es sostenible en ninguna parte. Supongo que los olvidados del mundo que tengan acceso a información se reirán de nuestra crisis porque, al fin y al cabo, es una rabieta de los hijos ricos del planeta.
Las propuestas sobre cómo convertir al continente Africano en un conjunto de naciones en las que el hambre y la guerra no existan son loables. Pero las personas que las formulan olvidan que, para solucionar estos problemas en el tercer mundo, el primero tiene que cambiar radicalmente. Y, siendo sinceros, ¿Cuántos de ustedes están dispuestos a renunciar a la forma en la que viven? Muchos responderán a esta pregunta con un valiente “¡Yo!”. Pero pensarán que su cambio no vale de nada porque son sólo uno. Y así en un círculo vicioso en el que todos nos creemos inocentes y poseemos, sin embargo, miles de objetos construidos a base de sangre y dolor ajeno.
Y el problema estructural de África no sólo no cambiará, sino que se agravará. Al menos hasta que los ciudadanos de los países del primer mundo sean conscientes de que viven en una invención y se rebelen contra los que operan las cuerdas de este macabro juego de marionetas. O hasta que el ser humano desaparezca de la faz de este pedrusco galáctico. La segunda opción es más viable. Parece que todo el Primer Mundo se ha puesto de acuerdo para que ese momento llegue lo antes posible. ¡Ánimo, que lo conseguimos! ¡A consumir!
Via: webalia